miércoles, 5 de agosto de 2009

Éter

Era un día cálido y soleado. El cielo estaba azul brillante, con solo unas pocas esponjosas nubes blancas surcándolo a lo lejos. Me encontraba sentado solo en el pórtico de mi casa. Yo era no mas que un niño común y ordinario, prácticamente indistinguible del resto, sin nada especial que pudiera destacarse. Sin embargo, siempre aparentaba estar fuera de mi, como si estuviera divagando en mis propios pensamientos. Más la verdad es que la miraba a ella. Miraba como jugaba tan dulcemente, como reía, como disfrutaba del sol. Y quedaba completamente embelesado con su ternura. Apenas era un niño, y ella un par de años menor que yo, pero desde ese momento fue claro para mi. Estaba enamorado de ella.

Cada día era fiel a mi rutina, me sentaba callado en el pórtico a observarla jugar, atado por las riendas de mi propia inseguridad. No me dejaba a mi mismo acercarme, por temor al rechazo, por temor a perder la oportunidad de verla a diario. Mi mente y mi corazón estaban siempre en conflicto, pues no me acercaba principalmente, por temor a perder la oportunidad de acercarme.

Y así pasaron los años, uno a uno, y yo seguía viéndola desde mi pórtico. Sin embargo sus inocentes juegos se habían transformado en música, reuniones y fiestas. Aún así, no podía despegar mis ojos de su sonrisa, ni mi mente de sus labios. Yo también había crecido, pero mis riendas crecieron conmigo. Estaba deseperado por hablarle y contarle lo que sentía, pero mis pies no obedecían en darme el impulso necesario para llegar hasta ella.

Tanto fue mi encierro solitario que la gente de la cuadra comenzó a etiquetarme de loco y de autista, pero en realidad no me importaba. Incluso comenzaron a apodarme como "el loco del pórtico". Cada día la gente se volteaba a mirarme cuando pasaba, preguntándose que me ocurría o en que estaría pensando. Pero la respuesta habría sido siempre la misma. Pensaba en ella.

Y pasaron muchos años más, y eventualmente ella se casó y se mudo de casa. Por unos días esperé su regreso, sentado en el pórtico, pero nunca regresó. Y así ocurrió lo que el tiempo mismo parecía haber olvidado. El pórtico quedó vacío. Ya no me sentaba en él todos los días, pues ella no estaba. Que devastador es sentir que la razón de tu vida se esfuma en el vacío. Ya no tenía porque vivir.

Después de un tiempo, no estoy seguro cuanto, volví al pórtico. Pero ahora si tenía la mirada perdida y la mente ausente. Todos los días me sentaba a hundirme en pensamientos vacuos, en ideas etéreas, esperando el abrazo tardío de la muerte. Por un tiempo, las personas notaron que había vuelto, e incluso se hizo tema de conversión entre los vecinos. Sin embargo, tal conmoción no duró mucho. Eventualmente las personas me ignoraban al pasar, como si fuera transparente o simplemente parte del paisaje. Así mismo, hasta yo mismo comencé a ignorarme. Tanto así, que con el tiempo mis manos, mis piernas, mi pecho, mi rostro, mi ser se fueron esfumando hasta que solo hubo éter.

No podría decidir con certeza si estaba muerto, o estaba vivo. Mas bien atrapado en el difuso limbo de morir en vida, o de vivir la muerte. Me sentía en el instante prolongado del cruce al otro mundo. Estirando el último segundo de vida, justo antes de fundirse en el absoluto. Sin embargo, debo admitir, no me sentía muy diferente. La sensación de vacío y soledad era la misma, solo en un nuevo contenedor.

Más el éter es todo y es ninguno. Ya no existo, pero soy omnipresente. Y en mi ser la encontré de nuevo. Vivía en una gran casa blanca, con un hermoso jardín lleno de muchos diferentes tipos de flores. Seguía casada con el mismo hombre con quien la vi partir, y tenía dos preciosos niños. Sin embargo, no la sentía realmente feliz.

Cada día ella se sentaba en pórtico de su casa con la mirada perdida y ensimismada en su mundo. Y así pasaron los años. Sus hijos crecieron y se mudaron a sus propias casas y su esposo rendido de tratar de enamorarla y de curar lo que pensó era un autismo tardío, la había abandonado por una mujer más joven. Había quedado completamente sola.

Mas en realidad nunca estuvo sola, pues yo siempre estuve allí, acompañándola en llanto y en tristeza. Mil galaxias por visitar en mi estado omnipresente, pero solo quería estar a su lado. Eventualmente, sus manos, sus piernas, su pecho, su rostro, su ser comenzó a esfumarse lentamente. Más conforme desaparecía del mundo, yo podía sentirla cada vez más cerca. Hasta que con el tiempo, ella también se hizo éter.

Después de tantos años, nos encontramos nuevamente en un nuevo plano de existencia. Y al mirarla rompí mi silencio ancestral y le dije: "Te amo. Siempre te he amado y por siempre te amaré. Eres tu mi universo y desde niños no he podido apartar mi mente de ti". Ella guardó silencio por un momento, sonrió levemente y me dijo: "Yo también te amo". En ese momento todas las estrellas, constelaciones y galaxias del universo se reunieron en un solo nudo de mi etérea garganta. Al ver mi expresión, ella me explicó como siempre jugaba frente a mi casa, esperando que yo la notara. Y como continuó así con sus fiestas y sus reuniones. Pero siempre sintió que no me interesaba, pues me veía todos los días con la mirada perdida. Eventualmente había perdido la esperanza y se había casado con quien pudiera darle una buena vida, pero nunca había encontrado la felicidad, hasta ahora.

Y así, llenos de lágrimas vacías nos fundimos el uno con el otro. Por fin felices. Por fin completos. En éste espacio etéreo por fin estaremos juntos. Un amor que no existe, pero que es tan grande como el universo.

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